El encuentro. Parte I


Son las ocho de la mañana y en la casa de la familia de los Buendía se despiertan para redistribuirse en sus quehaceres cotidianos.
Aureliano se levantó de la cama para ir al cuarto de su hijastra a despertarla. Entre abrió la puerta sigilosamente y Casilda ya estaba despierta. Medio desnuda, con el guardarropas abierto de par en par, intentaba seleccionar la ropa que se pondría para ir a facultad, estaba tan sumida en su labor que apenas se dio cuenta de que su padrastro había entre abierto la puerta y la estaba observando en la penumbra del pasillo.
En realidad lo que miraba Aureliano era a esa niña – mujer que sin saber ni como, ni cuando, había atrapado por completo su atención.
El rostro de Aureliano inspiraba ingenuidad y es que la observaba con ojos inocentes, con los ojos de alguien que jamás percibió la maldad.
Casilda se probaba pantalones, faldas e iba arrojando toda su ropa sobre la cama. Por fin encontró algo que si le sentaba bien. Se giró hacia la puerta y una sombra se escurrió por el pasillo.
Casilda se reunió con sus padres en la cocina para desayunar.
Brígida, su madre, le sirvió el café que ya tenía preparado y puso unas galletas sobre el mantel blanco.
El silencio de la habitación era casi insoportable, las miradas jugaban un doble papel. Aureliano miraba a Casilda con la intención de retenerla unos segundos en su mente, Casilda intentaba evitar la mirada de su padrastro y seguía los movimientos de su madre que no se estaba quieta ni un minuto, por que Brígida, aunque nadie lo sabia, tenía la capacidad de leer las miradas y las intenciones ocultas de estas, pero hoy prefería prescindir de esa habilidad.
Casilda levanto la taza de café, sorbió un poco, la volvió a dejar sobre la mesa y se fue. Tras ella fue Aureliano, que le ofreció alcanzarla hasta la facultad, pero Casilda le negó con la cabeza el favor y cerró de un golpe la puerta de casa.
Diez minutos después Aureliano se fue al trabajo.

La tumbona

Con el cutis levemente enrojecido por los primeros lengüetazos del sol, los poros exudando pasiones dormidas, y algún que otro cocktail vespertino. Así, empezaba el verano Jazmín.
Este año había decidido cambiar el rumbo, abandonar las concurridas playas y casinos, para refugiarse en el interior del país. La causa, un extraño remordimiento filial, que le sobrecogió, camino a la costa y le obligó a cambiar el rumbo, repentinamente.
La vieja casona antigua, plagada de los fantasmas del pasado, exhumaba los recuerdos familiares. Todo parecía estar intacto. Debajo de aquel tizne ceniciento se encontraba el hogar.
Entró muy sigilosamente, temiendo despertar a los espíritus que dormían en los rincones de la casa.
Abrió las ventanas y descubrió los muebles. No titubeo ni un segundo en dirigirse hacia las puertas coloniales que custodiaban el jardín, un bello cementerio de hojas secas y pastizal.
Ella lo vio muy claro. No hizo falta ni el más mínimo esfuerzo para apreciar, en aquellos troncos peladitos, la hermosura de los rosales y enredaderas que trepaban por las paredes medianeras, hace ya más de veinte años. Más allá, hacia el fondo, un limonero robusto, custodiaba, como un superviviente, la soledad de aquella lúgubre necrópolis.
Y ahí estaba, justo debajo, se encontraba aquello que le había arrastrado hacia aquel lugar deshabitado, lo que le había alejado de los vistosas playas de aguas cálidas.
Ahí estaba, abandonada cubierta de hojas y ramitas secas, sin darse cuenta, al parecer que la humildad con la que dormía, inerte, le hacía más bonita y deseable.
Corrió hacia ella, impulsada por el deseo de poseerla, de hacerla, otra vez suya bajo el sol.
Muy cuidadosamente la fue desnudando, quitándole uno a uno los despojos que la naturaleza había depositado sobre la avejentada madera. Ella también se desnudo, pero más a aprisa, ansiosa, contiendo la respiración. Se quedo en ropa interior y se acostó sobre ella, dudosa, con sigilo, con amor.
Su piel entro en místico contacto con la madera áspera y rugosa y está ejerció una especie de influencia mágica sobre su cuerpo, que inmediatamente comenzó a rejuvenecer: cinco años, diez años, -no, más-, treinta años en el tiempo.
Los rosales florecieron, de repente y el césped húmedo plagó la casa de un fresco aroma a campo.
Jazmín tiene diezicinco años y aprovecha los momentos de soledad para hacer le culto a sus sueños. En esta ocasión el evento, que propiciaba uno de esos momento sublimes, era el viaje de su madre a la ciudad, a la cual iba a hacer las copras.
Apenas esta cerró la puerta principal, Jazmín corrió a la despensa y se preparó un brebaje alcohólico y rebusco bajo el colchón un libro prohibido. ¡Ah, que placer da la intimidad!
Apresurada, abrió las grandes puertas coloniales, camino al elíseo. Y la vio, otra vez, como tantas otras veces, junto al limonero, esperándola, lustrosa, al sol. Se dirigió hacia ella desesperada, ansiosa y lo dispuso todo, meticulosamente ordenado. Ada Miller, unas cerillas, el cocktail y un sombrero de paja de grandes alas.
Sorbió un trago, estaba exquisito. Sus dedos palparon la cubierta, y luego tanteo las hojas, abriendo el libro por la separación de dónde sacó un cigarrillo aplastado. Cogió las cerillas, encendió una. Era un día caluroso de verano.
Inmersa en un concienzudo ritual, aspiro el olor, sublime, de la cerilla encendida y acercó el fuego al cigarrillo que apretaba entre sus labios. Y así comenzó el vieja de Jazmín.
El libro estaba ya por la mitad y, aunque la ceremonia a duras penas lograba repetirse una vez por semana recordaba muy bien el contenido de los anteriores capítulos, y de las anteriores lecturas.
Aquello hombres, robustos, que envolvían siempre un amor prohibido y ardiente. Aquellos besos eróticos, sensuales, que esperaba algún día poder probar.
Jazmín, a la edad de 15 años ya había podido experimentar algunos acercamientos amorosos. Pero… pero… aquellas historias, esos arrebatos de amor a escondidas… esa pasión, no tenía ni punto de comparación, con el beso nervioso del chico de la casa de enfrente, ni con los toqueteos burdos e inexpertos que había experimentado con otros chicos de su edad.
La lectura, así, entre realidad y sueño, se prolongaba durante casi toda la tarde. Estaba despreocupada, porque sabía que cuando su madre iba a la ciudad, además de hacer las compras, iba de visita la casa de la tía Antonia, una señora que a Jazmín le hacía mucha gracia.
Por momentos el calor, en el jardín, se hacía inaguantable. Por eso, previsora, había enchufado una manguera al grifo y a base de maguerazos de agua fría, se refrescaba y la tarde se hacía más amena.
Jazmín, soñaba. Soñaba, mientras, dibujaba con las palabras y frases su propia historia, esperando, quizás, que de un momento a otro un joven, fuerte y hermoso, con las crines al viento y dorado por las lenguas del sol, viniera a salvarla de aquel aburrido sopor de la vida campestre. Esperaba que unos brazos fornidos la arrebataran de ahí, para poseerla en cualquier lugar exótico, lejos de aquel mundo casi sin vida.
Abrió los ojos, como despertándose de un dulce sueño. Otra vez la realidad le devolvía a su cuerpo los años.
El tiempo, el siniestro paso del tiempo.
El sol golpea, intenso. Acerca su rostro a un grifo oxidado, que llora agua turbia. “Bobadas”, piensa. Se vuelve hacia la tumbona y acaricia la madera acre con su mano grácil y suave.
“Bobadas”, piensa, mientras coge su ropa y comienza vestirse.
“Bobadas”
Powered By Blogger