Brígida.
Brígida aún continuaba en la pequeña cocina para tres, del piso que su madre le había dejado como herencia.
Se sirvió otra taza de café, mientras escuchaba el ultimo portazo de la mañana. Ya eran las nueve.
En la soledad y el silencio de una casa sin pisadas, Brígida saco un pequeño cuaderno de uno de los cajones del mueble, de madera, de la cocina y comenzó a repasar las tareas del día.
Mientras se fumaba un cigarrillo, se puso a pensar en voz alta , si de verdad aquello tenía algún sentido. Limpiar, cocinar, planchar y sonreír, sobre todo anular de manera conciente su percepción especial sobre las miradas y sus intenciones.
Brígida intentaba mantener un equilibrio inexistente por el miedo que le daba encontrarse con la realidad que la rodeaba. Ella sabía que algo no iba bien desde hacia algún tiempo.
Media hora después de quedarse abstraída en sí misma comenzó a limpiar la casa. Empezó por el cuarto de Casilda o “la pequeña cueva” como le decía ella.
Brígida recorrió el largo pasillo hasta la puerta del cuarto, y la empujo la con los dedos y... se encontró con una jauría de pantalones enroscados, medias, sujetadores y camisetas que tenían rodeada y sin escapatoria a la cama de Casilda. Encendió la luz y en lugar de ponerse como una maniaca compulsiva a recoger aquel desastre, aparto unas cuatas prendas de la cama tomo un porta retratos y se sentó esperando... encontrar a su pequeña hija en medio de aquella maraña de cosas.
Se quedó casi inmóvil observado desde la lejanía de alguien que esta ausente y las lágrimas comenzaron a brotar.
Brígida anunciaba en voz alta, una especie de presagio divino, entre sollozos por que Nuevamente en el pasillo se le ocurrió una mejor idea, para romper con la rutina. Cogió unas tijeras de la cocina y destrozo por completo la ropa de Casilda.
Luego como ya era la hora, con su cartera en mano se fue a hacer las compras, ahora si, mucho más aliviada.
Casilda.
Se despertó súbitamente, sudando, y angustiada. Había tenido una pesadilla horrible en la que su madre era asesinada. Casilda, en el sueño era una espectadora lejana que observaba como ella misma asesinaba a su madre con una pistola a quemarropa.
Prendió el velador y volvió en sí. Se levanto de la cama se miró en el espejo y se reconoció.
Abrió el armario para elegir la ropa que se iba a poner. Y mientras tanto se iba deshaciendo del pijama. Se empezó a probar ropa de una manera compulsiva y enfadada. Enfadada al parecer consigo misma, las arrojaba encima de la cama. Cualquiera hubiese dicho que se estaba preparando para un acontecimiento especial.
De repente tubo la sensación de que alguien la observaba desde el pasillo. Sintió que cierta sensualidad se apoderaba de su cuerpo y por un instante dejo toda su niñez para convertirse en mujer. Pero enseguida se dio cuenta que se le estaba haciendo muy tarde y cogió lo primero que encontró del armario y se fue a desayunar.
En la cocina estaba Aureliano y su madre, en el silencio más arrollador, que se pueda imaginar, cada uno retraído en su mundo. Se sentó a la mesa y miró atentamente a su madre que caminaba de una punta a la otra de la cocina, parecía muy atareada. Casilda temía cambiar la dirección de su mirada, para inevitablemente rozar con los ojos aquel trozo de realidad que temerosa aun no había podido asumir.
En la tensión de la habitación, las miradas se disparaban en todas direcciones, evitando chocarse unas con otras, evitando en realidad el encuentro de esa parte de nuestro ser que solo podemos ver a través de los demás. Como la negación de un mundo externo, critico, lleno de culpas y miedos, en la lucha por mantener en sus mentes un mundo construido de ilusiones ficticias y protegido de las amenazante realidad.
Casilda tomo unos sorbos del café que su madre le había colocado enfrente y se levantó de una manera brusca, huyendo de su propio pensamiento.
Fue hasta el hall de la entrada, tomo unas llaves y cuando estaba por abrir la puerta, otra vez aquella intensa sensación de femineidad se apodero de su cuerpo.
Aureliano, estaba a tras de ella, coloco su mano en el hombro de Casilda y susurrándole en el oído le sugirió llevarla en el coche hasta la facultad.
Casilda no dijo nada, simplemente negó la oferta con la cabeza y cerro la puerta tras de sí.
El pasillo del edificio estaba oscuro, pulso el botón del ascensor y comenzó adivinar con los dedos los objetos que habitaban en su bolso, buscando los cigarrillos y de paso haciendo un recuento para cerciorarse de que no se olvidaba nada en casa.
Por fin el ascensor llegó al séptimo C. Se subió y dejo otra vez el pasillo en la mas inmensa oscuridad.