Bienvenidos al Corte Inglés.

Voy contando las horas para llegar a la día siguiente. A las nueve en el trabajo, a las cuatro y media en casa: un poco de té y sofá hasta las cinco y media, luego quizás toque escribir un poco solo para exorcizarme, leer, gimnasio, una charla amena en un café o mas sofá en compañía. Por fin llega la noche, llena de las ausencias del día. Ahora toca cocinar o comer algo que ya este hecho, según lo que las ganas dispongan. Charlas efímeras, con la cena, que van resumiendo los acontecimientos más relevantes de la jornada y de fondo la televisión.
Después un poco de té o café, juegos revoltosos, risas tontas, como niños. Estoy en casa sentada en mi balcón, mirando como todo se mueve ahí afuera y aquí dentro también.
Estoy en casa, estoy en mí. Entre estas cuatro paredes que no aprisionan, sino que liberan, despojada de las máscaras y los disfraces, sin el peso del maquillaje en mi rostro.
Fuera de aquí parece que el mundo se ha convertido en lugar ridículo, vano y fugaz como las horas.
Consumo, crisis, coches, casas, bebes, ropa, facturas, consumo, zapatos, coches, hipotecas, crisis… y los centros comerciales abarrotados de gente, gente abarrotada de gente. Estamos rodeados al parecer.
De cuando en cuando alguien, en la intimidad de un rincón oscuro, se percata de que el tiempo existía antes de existir y sumiso ante lo inevitable, se desenfunda su tarjeta de socio honorable y corre desahuciado a las puertas del Corte Ingles, donde hombres bien parecidos y mujeres con cartoncitos perfumados, le estarán esperando para darle consuelo. Y entonces saldrá a la calle con las manos llenas de bolsas y se encontrara a más gente igual que él, todos adormecidos bajo el triste encantamiento de un parfum de luxe.
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